Hace un par de años año tuve la oportunidad de regresar a Costa Rica después de varias décadas. Fui con un grupo pequeño de estudiantes de maestría en Estudios Feministas de OSU cuyo objetivo era tener una experiencia global. Nos habíamos preparado para el viaje durante seis meses, pero el viaje en sí tuvo diez días de duración.

Yo estuve a cargo de hacer los contactos para la visita. Visitamos cooperativas de mujeres y de familias y fincas de café y de verduras ecológicas. Estuvimos en San José y después hicimos un recorrido por casi todo el país, desde el bosque lluvioso hasta la costa, pasando por todos los pueblitos que se encuentran en el camino. Lo más bonito del viaje fue, sin duda alguna para mí, la playa. Sin embargo, viendo las fotos que tomé, no pude evitar notar algo interesante. Como dije antes, no era mi primer viaje a Costa Rica. Hacía más de cuarenta años había ido a ese bonito país, y lo que quiero contarles no son los viajes exactamente. Es algo que sucedió en los dos viajes. Pónganse cómodos. Aquí les voy a contar cómo sucedió todo.

Acabó siendo un día precioso, pero eso fue después. Cuando empezó mi viaje todavía no salía el sol: era de madrugada. Mi familia se había despertado a las tres de la mañana para iniciar el viaje en carro temprano y llegar a una hora decente a San José, nuestro destino ese día.

Yo, una niña de tan sólo ocho años, estaba feliz de que estuviéramos saliendo de la ciudad de Managua (en Nicaragua) y embarcándonos en un viaje a nuestro vecino país. Sentía una gran ilusión por el viaje, pero no tenía ni la menor idea de lo que íbamos a ver ni hacer, ni de la sorpresa que el viaje me tenía reservada. Sólo pensaba en lo alegre de viajar.

Fue cuando mi mamá me despertó esa mañana. —Levantate, Lucía, ¡vamos para Costa Rica! ¡Ya nos vamos! Yo, siempre dormilona, me quejé y afirmé que no quería levantarme. —Quiero dormir, tengo sueño. Entonces me dijo que me fuera a subir al carro. Medio dormida, le hice caso, me metí en el carro, para caer dormida en un profundo sueño nuevamente.

Unas horas después, cuando me desperté, ya habíamos avanzado bastante, y anuncié que quería ir al baño en la próxima parada. —Mami, quiero ir al baño. ¿Vamos a parar pronto?

Cuando paramos, busqué mis zapatos, pantuflas, cualquier cosa que pudiera ponerme para salir del carro, pero no había nada. Estaba descalza. Me había venido descalza, ¡no había traído zapatos de ninguna clase, ni chiquitos ni grandes! Mi mamá, por supuesto, me dio mi gran regañada, que se me resbaló por el cuerpo sin gran sobresalto, cosa no muy rara en mí.

—¿No trajiste zapatos? ¿Cómo pudiste venirte sin zapatos? ¿No sabías que hay que traer zapatos siempre? ¿Cómo vas a andar descalza? ¡Qué muchacha ésta! A ver ahora dónde vamos a encontrar zapatos.

Y perepé, pepé, perepepepepepé. Como ella decía: por un lado me entraba y por el otro me salía. Era una niña soñadora y distraída, vivía en otro mundo, y esas cosas para mí eran totalmente sin importancia.

Tuvimos que buscar una zapatería en Liberia —el siguiente pueblito— donde comprarme un par de zapatitos. Cuando me los medí, me encantaron: eran marca “Rólter”, de lona con hule, rojos con lunares blancos, eran como los que ahora se conocen como allstar, pero yo en ellos me sentía como una gitana, lista para bailar flamenco. Celebré mi nueva adquisición sonriendo por dentro y por fuera y dando saltos de felicidad todo el viaje. —¡Qué alegre! ¡Zapatos nuevos! ¡Me encantan! Era una victoria totalmente inesperada: me habían comprado un par de zapatos nuevos, y no había tenido que llorar ni que rogarle a mi mamá, como era lo usual. Ese día me di cuenta de que a veces, sin proponérselo una, las cosas salen mejor de lo que se espera.

El viaje prosiguió y conocimos los sitios que había que conocer: de Liberia no sé si seguimos hacia San Ramón o primero a San Ramón, creo que pasamos por Turrialba, sí recuerdo bien Alajuela, Cartago y todos esos pueblitos tan bonitos que hay en Costa Rica que quedan alrededor de San José, la capital.

Al fin llegamos a San José. Nos hospedamos en un hotel regular, no estaba mal. La dueña era muy amable y se hizo amiga de mi mamá. Todo el camino llovía mucho y recuerdo que la gente del campo usaba paraguas aunque no zapatos, algo que me llamó la atención. Pero nada me afectaba. Con tal de tener mis zapatitos nuevos, lo demás no importaba. Para mí todo era color de rosa o, mejor dicho, rojo con lunares blancos.

En la única foto que conservo del viaje —ahí está, véanla ustedes, es la única que existe en el mundo; las demás se perdieron todas en el terremoto—, aparecen, con la dueña del hotel a la extrema izquierda: mi hermana Rosa María; su hijita de pocos meses: mi sobrina Carolina, en brazos de mi mamá; y la que aparece con una medio sonrisita maliciosa en los labios porque lleva puestos sus flamantes zapatos rojos de lunares blancos, esa soy yo, a los ocho años.

Mi primer viaje a Costa Rica no estuvo nada mal: diez días de vacaciones familiares durante la cual vimos playas, volcanes, mesetas, ciudades y pueblos pintorescos. Y un par de zapatos rojos de lunares blancos que no estaban en el plan pero que para mí, por ese par de zapatitos, ese viaje a Costa Rica fue uno que nunca olvidaré. Claro. Para una niña acostumbrada a recibir los zapatos usados de sus cinco hermanas mayores, tener un par de zapatos nuevos era un logro indescriptible.

Pero la historia no termina ahí: como ustedes ya saben, más de cuarenta años después —ando rozando la media centena, más o menos, qué horror— en mi segunda oportunidad de viajar a Costa Rica, hace un par de años, hice otro viaje de diez días. Sí, diez días, como el otro. Sí, qué coincidencia, pero las coincidencias no terminan ahí. El recorrido fue muy similar, pero esta vez en reversa: aterricé en San José y después a Turrialba, a Monteverde, a las bellas playas de Quepos y Manuel Antonio, para terminar saliendo por Liberia hacia Nicaragua.

No se imaginan el colmo de las coincidencias: al igual que cuando tenía ocho años, llovía durante todo el viaje, y la gente del campo en Costa Rica todavía usaba paraguas, pero ahora con botas de hule. Sí, es un cambio. Cuando fuimos a Monteverde, el ecolodge tenía botas de hule disponibles para los huéspedes, y yo tuve que escoger un par que me quedara bien, para caminar en el lodo. Me medí varios pares, pero ningunas me quedaban bien. Las únicas que me quedaron bien fueron un par de botas negras —lean esto: de lunares blancos. Sí, lunares blancos. ¿No les parece increíble? A mí, sí. La historia se repetía cuarenta años después.

Otra vez me encontré en Costa Rica descalza, necesitando zapatos, sin querer. Y nuevamente, los únicos que pude encontrar, eran de lunares. En la foto que incluí al principio de la historia, estoy yo en Costa Rica, feliz de la vida meciéndome en una mecedora en la Reserva Biológica de Monteverde, con mis resplandecientes botas negras —de lunares blancos. Cosa más grande la vida.

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